martedì 27 agosto 2013

Papà.

Papá. Te fuiste hace once años. Pero el dolor se queda. Por supuesto, mitigado por los años, pero es difícil de llenar un agujero. A menudo me pregunto cómo habrías actuado frente a la "cabrona". Recuerdo cuando, de niño, Lucas y yo jugábamos en la habitación a baloncesto. La canasta era una lata de café vacía apoyada en el suelo. Entonces todas las latas se abrían con el abridor, una vez abierta el borde se veía más irregular que un fiordo noruego. “Es mía, es tuya”, todavía no sé cómo me encontré “la canasta” pegada en profundidad en la rotula derecha. Fui al baño, tratando de ocultar lo sucedido a los padres. Me quite la lata (tremendo dolor!) y me puse encima del bidet, pero el chorro de sangre que salía de la rodilla era tan fuerte que en muy poco tiempo el baño se transformo en una “pequeña tienda de los horrores!” Mamá llegó, gracias a su sexto sentido que solo las madres lo tienen, o probablemente por el silencio improviso que inundó en la casa. Enseguida vio el chorro de sangre salir de mi rodilla, intento pararlo tratando de detenerlo con unas gasas, y te llamo. Ahora bien, no sé si fue porque de repente te despertaste de la "siesta" que solías hacer después de comer (tus diez minutos más sagrados de cualquier dogma religioso), o porque la visión de la sangre era muy perjudicial para tu salud, el hecho es que si mama no te hubiera sostenido te hubieras desmayado ya que incluso el mejor Nedved (aficionados de la Juventus esto es para vosotros!)habría sido capaz de hacerlo. Pero la “cabrona” es diferente. Nada de sangre, no te preocupes. Sólo un infinito, continuo empeoramiento indescifrable que sólo quien la tiene sabe lo que es. Tu enseguida habrías entendido desde las fasciculaciones que empezaban a destrozar mis músculos, antes solo insinuado y luego visible a simple vista, al final tan evidentes de no dejar ninguna duda al mejor optimista de los médicos. Me habrías acompañado, aunque no aguantabas el avión, en lugar de Bolonia y Milán, a Nueva York y Jerusalén, porque te habrías informado (no atreves de internet, que ya para convencerte que los ordenadores sustituirían tu fiel telex tarde más de un año) llamando a tu amigo el Doctor Bertuzzi, porque solo te fiabas de él. No te hubieras rendido tan rápido, como yo tampoco lo hice y nunca lo hare. Eso es lo que tenemos en común. No nos damos por vencidos. Lo único que para ti era una ley de vida. Yo necesite la peor enfermedad. La noche anterior, cuando te fuiste, te escribí una carta. No te la pude leer, cuando llegué, temprano en la mañana, en el hospital. Estabas demasiado ocupado a morir. Querías que estuvieras allí, a tu lado, mientras te ibas. Nunca he entendido se ha sido un privilegio o una condena. Cierto fue difícil correr por el pasillo del hospital y llamar al médico, que justamente era tu amigo el doctor Bertuzzi, y entrar de nuevo en la habitación y escucharle repetir: “no hemos entendido, no hemos entendido”. Y mientras le preguntaba “el que”?, él, pasivo, como buen médico, pero muy mal amigo, me contesto “está muriendo”, cuando el día anterior me explicaba las terapias que te habría aconsejado. Desde luego no culpo al profesor, si no que me la tomo con la enfermedad que, solo después de haber hecho la autopsia, se supo que era una enfermedad muy rara, solo dos ciento casos en el mundo. Fuiste mejor que yo también en esto, papá. Yo tengo una simple Esclerosis Lateral Amiotrófica, un caso sobre cincuenta mil personas… He esperado once años para escribirte de nuevo. Y lo hago atreves de un blog y facebook y twitter en internet. Entiendo que esperar que tu haya hecho un curso allá arriba para saber usar estos programas es como creer que los burros puedan volar…. Pero nunca has sido capaz de estar sin hacer nada, con lo cual… De toda manera, prepárate, porque en un rato llegare yo y te enseñare. O, si las cosas me irán mejor aquí abajo, a lo mejor no esperare once años más para escribirte de nuevo…

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